Aún hoy se discute sobre la teoría del contagio subversivo en ideología, retórica y métodos que experimentó Europa Occidental desde los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo a partir de la década de los sesenta. Mientras las tensiones de la descolonización provocaban continuos golpes de Estado y enfrentamientos civiles, los países desarrollados pudieron constatar la virtual desaparición de alguna de las violencias colectivas más características de la preguerra y la guerra mundial, como la insurrección urbana.
El insurreccionalismo como práctica violenta basada en el levantamiento armado del pueblo se mantuvo más allá de los conflictos mundiales en las peculiares condiciones de posguerra en Europa del Sur, donde los movimientos partisanos de resistencia antifascista fueron derivando en ejércitos revolucionarios empeñados en el despliegue de una guerra de guerrillas.
Así sucedido con el Ejército Nacional de Liberación Popular (ELAS) durante la Guerra Civil Griega de 1942 a 1949, o la guerrilla antifranquista en España entre 1942 y 1952, sobre todo en el intento de constituir un «foco» en el valle de Arán en octubre de 1944. La contención en la lucha armada prescrita por Stalin a los partidos comunistas europeos tras el reparto de zonas geoestratégicas establecido en Yalta y Potsdam hizo imposible el viejo sueño bolchevique del triunfo de la revolución proletaria en Europa Occidental.
A mediados de los sesenta, y después de más de tres lustros de fuerte crecimiento económico que favoreció la implantación del Estado asistencial, algunos grupúsculos revolucionarios occidentales decidieron ensayar nuevos modelos violentos, bien por considerarse la avanzadilla del impulso descolonizador tercermundista, bien por creer en la existencia de una explotación imperialista y capitalista mundial que justificaba una interpretación unificadora de todas las luchas y reivindicaciones de los pueblos, cualquiera que fuera el lugar y las condiciones en que se produjeran.
La Nueva Izquierda estaba a punto de nacer, y con ella la traslación de la lucha armada tercermundista al mundo desarrollado.
Algunos autores han explicado la emergencia del terrorismo ideológico de los años setenta como un síntoma de la crisis social y cultural vinculada con los procesos de urbanización y secularización de las sociedades occidentales, que se plasmó, entre otros fenómenos igualmente relevantes, en la incontenible afluencia de los jóvenes hacia la Universidad entre 1960 y 1980. Fue, sin duda, una coyuntura clave, caracterizada por la lenta disolución de los valores culturales de entreguerras al hilo de la pérdida de la centralidad social de la generación de la guerra frente al predominio biológico de los baby boomers, que asumieron el individualismo y las actitudes contraculturales como proceso de rebelión contra el vanguardismo político tradicional.
Estos grupos de menor edad, que percibían las conquistas sociales y económicas de los cincuenta y primeros sesenta como algo rutinario, mostraban un escaso interés por las cruzadas ideológicas de la primera Guerra Fría o por la memoria histórica paterna de la guerra mundial, y comenzaban a cuestionar tanto la aplicación de la democracia liberal y el funcionamiento del sistema socioeconómico capitalista como la deriva burocrática e imperialista del comunismo soviético.
Los movimientos juveniles de los años sesenta y setenta también mostraron gran interés por lo que sucedía en el escenario internacional, sobre todo las luchas revolucionarias de liberación del Tercer Mundo. Como elemento constitutivo de una subcultura universitaria marcada por el optimismo y la utopía, pero también por el inconformismo y el maximalismo, la Nueva Izquierda elaboró una critica global al statu quo político y social occidental — incluyendo en él, por supuesto, al marxismo ortodoxo — donde se mezclaban de forma confusa aportaciones ideológicas de Mao, Trotski, Gramsci, Lukács, Luxemburg, Lenin, Sartre, McLuhan, la Escuela de Frankfurt (Fromm, Bloch, Reich, Adorno y Marcuse, por su aporte a la «contestación») o el pensamiento social-libertario clásico, desde Proudhon a Bakunin.
Esta izquierda «revolucionaria» o «radical» brotó de forma preferente en el ambiente contestatario de los campus universitarios en los años sesenta y primeros setenta; época de compromiso y liberación para la primera generación de jóvenes europeos que no había participado en la guerra mundial y se beneficiaba de un clima de apertura marcado por la política de distensión.
En la primavera de 1968, las inquietudes y esperanzas de la juventud occidental se orientaron hacia la búsqueda de un nuevo modelo revolucionario, basado en el antiparlamentarismo, la democracia directa y el espontaneísmo. Los intelectuales radicales de Occidente redescubrieron en el joven Marx los conceptos de alienación y enajenación, que se trasladaron a la lucha contra el «control social» capitalista y la extensión de la «lucha obrera» a todos los ámbitos de la vida.
Frente al capitalismo que integraba a los trabajadores a través de la lógica consumista, la vía socialdemócrata que no hacía sino apuntalar el sistema y un comunismo cuya doctrina insurreccional resultaba a todas luces anacrónica y que, además, se transformaba en un nuevo imperialismo, la Nueva Izquierda planteó la necesidad de abordar una lucha gradual por objetivos parciales que, convenientemente encadenados entre sí con arreglo a una lógica anticapitalista, supusieran a la larga la conquista de parcelas de poder en la empresa, el barrio, la universidad, etc.
Se trataba de imponer un socialismo purificado, antiautoritario, antiburocrático, pero a la vez sentimental y libertario, que impugnara las estructuras de clase y las relaciones sociales que se asentaban en la familia, la escuela, la fábrica, la sexualidad, la cultura o el trabajo como reproductores de una sociedad marcada por el principio autoritario.
La doble crisis de 1968, desarrollada en medio de uno de los primeros despliegues mediáticos de alcance mundial, selló el fracaso del «socialismo de rostro humano» europeo oriental, y marcó los límites a la revolución de la expectativas crecientes desarrollada durante la expansión económica de los «treinta gloriosos años» que transcurrieron entre 1945 y la crisis del petróleo de 1973. A pesar de que a la contestación callejera del 68 le sucedió en 1969 la agitación en el interior de los centros universitarios en Alemania, Francia, Italia o los Estados Unidos, el recuerdo del carácter masivo de las movilizaciones de mayo y la dimensión anarquizante de sus consignas fue, en la mayor parte de los casos, un eficaz antídoto contra la tentación terrorista.
El reflujo de las movilizaciones estudiantiles y el alejamiento de las expectativas de una revolución general marcaron el lento repliegue de la Nueva Izquierda hacia posturas reformistas en el seno de los partidos socialdemócratas o su reorientación hacia movimientos reivindicativos sectoriales como el ecologismo, el feminismo el pacifismo o los derechos humanos.
En un principio, los conflictos ideológicos denunciados por la Nueva Izquierda se explicitaron de forma violenta a través de movimientos activistas marginales y semiclandestinos con objetivos extremistas, que constataron la decadencia ideológica del marxismo-leninismo y el auge del movimiento de autonomía obrera, y que sin tener una estructura rígida, aspiraban a ser el brazo armado de estos nuevos movimientos sociales.
El proyecto revolucionario soviético aparecía entonces confrontado, incluso de forma militar (incidente de la isla de Zhenbao en marzo de 1969), con el referente alternativo del maoísmo chino, mucho más atractivo para los movimientos tercermundistas de liberación nacional en esta época de avance irreversible del proceso de descolonización.
De hecho, la explosión juvenil de 1968 tuvo uno de sus orígenes intelectuales en la Revolución Cultural iniciada en 1966, que se promocionó como una respuesta generacional a la degeneración burocrática del socialismo «a la rusa». Por lo tanto, la oleada terrorista de los años setenta se inscribió plenamente en la dinámica de la Guerra Fría, y en concreto en el período de atenuación de los enfrentamientos bipolares por efecto de la détente.
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