Las estrategias violentas propias de los setenta no pudieron obviar la larga tradición insurgente heredada de la Segunda Guerra Mundial, que impregnaría los repertorios de protesta armada hasta más allá del ciclo de protesta «post 68».
Durante las dos décadas que van desde la segunda mitad de los años cuarenta al primer lustro de los sesenta el paradigma subversivo dominante en el mundo fue la guerra de liberación nacional, que se aplicó contra los ejércitos de ocupación de los imperialismos agresores de tendencia totalitaria (en la «nueva Europa» nazifascista o la «esfera de co-prosperidad» extremooriental japonesa) en los años treinta y cuarenta o contra las viejas y nuevas metrópolis en el proceso de descolonización del Tercer Mundo a partir sobre todo del final de la Segunda Guerra Mundial.
El comunismo chino, que en el pasado había empleado una variada gama de repertorios subversivos (desde el insurreccionalismo bolchevique en los años veinte a la guerra de resistencia contra el invasor japonés en los años treinta y cuarenta), acabó por conquistar el poder en 1949 gracias a la aplicación de ese modo complejo de confrontación político-militar que fue la guerra revolucionaria.
Ésta consistía en un complejo proceso de desestabilización fundamentado en maniobras de presión donde se empleaban indistintamente medios políticos, económicos, propagandísticos o militares, y donde la organización subversiva articulaba diversos frentes (obrero, campesino, cultural) y estrategias de lucha (propaganda armada, desgaste en las guerrilla rural y urbana, insurrección, guerra convencional y otros métodos de lucha político-psicológica, como el terrorismo), no con la intención de derrotar militarmente al enemigo, sino de lograr el apoyo popular necesario para consolidar un contrapoder efectivo que facilitara el control de la población urbana o rural y tratara de utilizarla como masa de maniobra para paralizar la administración y las fuerzas armadas afines al gobierno, provocar la subversión del régimen político y promover su ulterior liquidación a través del desarrollo de una guerra convencional.
Durante las dos décadas que siguieron al conflicto mundial, una multitud de guerras de liberación nacional contra poderes coloniales encontraron en la revolución maoísta, no sólo inspiración, sino un protocolo contrastado de acción. A diferencia de la mayor parte de los movimientos nacionalistas de la época de entre-guerras, la identificación ideológica de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo era netamente izquierdista, con connotaciones marxistas-leninistas.
Tendían a asociar su lucha emancipadora de carácter anticolonialista con la lucha de clases, conciliando el combate contra la metrópoli y contra la burguesía autóctona que entendían aliada con las clases dominantes del Estado «ocupante». Por último, consideraban la lucha armada como un modo legítimo de combatir a los estados imperialistas, en una lógica insurreccional y revolucionaria donde la organización armada se atribuía el papel de vanguardia y la dirección político-militar del conjunto del movimiento.
Con el efecto de emulación que cosechó la estrategia de lucha armada maoísta en los años cincuenta y sesenta, y la difusión de la Revolución Cultural como referente simbólico de la alternativa rupturista de las nuevas generaciones de los setenta frente al capitalismo a la americana y a la burocracia soviética, China actuó como puente entre los planteamientos subversivos de las dos grandes etapas de la Guerra Fría separadas por la distensión de los años setenta.
Durante más de un tercio de siglo, entre 1960 y 1995, el sistema representativo quedó sometido en Latinoamérica a dos desafíos: las guerrillas revolucionarias y las dictaduras militares. Las dos grandes oleadas de violencia subversiva que recorrieron América Latina, coincidentes con las dos etapas fundamentales de la Guerra Fría, pueden asociarse con el impacto de las dos únicas victorias insurreccionales en el continente en el último medio siglo: el triunfo castrista en Cuba en 1959, que alumbró toda una generación de movimientos de guerrilla rural y urbana, y la victoria sandinista en Nicaragua veinte años después, que vino acompañada de una relectura del concepto maoísta de guerra popular prolongada, y que favoreció el despliegue de nuevas campañas insurgentes en El Salvador, Guatemala o Perú.
La revolución cubana fue el éxito más sorprendente y espectacular de la «guerra revolucionaria» en el mundo occidental, hasta el punto de que los combatientes castristas elaboraron, y trataron de exportar a todo el subcontinente en la siguiente década, sus propias ideas acerca del origen y desarrollo este tipo de lucha armada. En su opinión, la rebelión campesina no tenía por qué ser el factor desencadenante de la revolución, ni tampoco era necesario que se diesen condiciones objetivas para la misma, tales como un descontento generalizado por la recesión económica o la represión policial, el desarrollo de un partido revolucionario ilegal, etc.
Según Ernesto «Che» Guevara, la simple presencia de un grupo armado podía ser suficiente para que la población evolucionase en una dirección claramente revolucionaria. Es decir, «no siempre hay que esperar a que se den todas la condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas»6. El sacrificio casi religioso de una pequeña banda de hombres armados podía ser «el pequeño motor que pone en marcha el gran motor de la revolución». Esta teoría de la «revolución en la revolución», a pesar de su simpleza y voluntarismo, corrió como la pólvora por todo el centro y sur del continente, divulgada entre otros por Régis Debray.
Se caracterizaba por disociar la vanguardia respecto de las masas y separar la lucha militar clandestina de la lucha política legal7, por lo cual chocó frontalmente con la estrategia preconizada por el maoísmo y el leninismo, que supeditaban el factor militar a una minuciosa planificación política, y sentenciaban que toda guerra revolucionaria desprovista del carácter y de los objetivos marcados por un partido obrero y campesino de vanguardia estaba abocada al fracaso.
El modelo guevarista-castrista de revolución partía de las hipótesis, harto discutibles, de que una fuerza guerrillera sin sólida base política podía desarrollar un potencial militar capaz de derribar gobiernos, y de que las sociedades subdesarrolladas están permanentemente al borde de la insurrección, por lo que bastaba un empujón inicial para que la maquinaria revolucionaria se pusiera en marcha. Tales razonamientos tenían mucho de absurdo: como sucedió en Cuba y en muchas otras latitudes, el pueblo suele irrumpir en la arena política cuando hay una crisis aguda de poder e instrumentos organizativos e identitarios para canalizar políticamente el descontento, no porque sea pobre.
Por otro lado, si la concepción leninista de partido de vanguardia compuesto de revolucionarios profesionales constató su voluntarismo al contacto con la realidad política de los años veinte y treinta, la concepción guevarista de una vanguardia armada totalmente aislada de la población a la que pretendía arrastrar a la insurrección rozó los límites de la quimera, ya que la estrategia «foquista» acostumbró a subestimar la solidez de los aparatos del Estado y a sobreestimar las condiciones objetivas y subjetivas del proceso revolucionario popular.
Este planteamiento revolucionario desmesuradamente optimista se plasmó en julio de 1963 durante la I Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), cuando se decidió coordinar a gran escala la revolución continental, creando «dos, tres, varios Vietnam» frente al «desafío imperialista».
Entre 1960 y 1972 se observó un lento desplazamiento del teatro de operaciones de la subversión guerrillera del Norte al Sur del continente, desde América Central a los Andes Centrales. Aunque Fidel Castro había hecho un llamamiento el 26 de junio de 1960 para que la cordillera sudamericana se convirtiera en la «Sierra Maestra de Latinoamérica», los sucesivos intentos «foquistas» fracasaron por falta de apoyo exterior y ante la evidencia de que el campo ya no era una fuente inagotable de potencial revolucionario. El «Che» dirigió de noviembre de 1966 a octubre 1967 uno de estos «focos» en Bolivia, con funestas consecuencias, y ese mismo año las guerrillas del Perú y Colombia fueron derrotadas.
La guerrilla guevarista entró en declive por la conjunción de varias circunstancias: en primer lugar, por la merma de sus apoyos exteriores, después de que arreciasen las críticas procedentes de la izquierda radical, que condenó el modelo del «foco» como una desviación «blanquista» cercana al terrorismo. En segundo término, por el conflicto doctrinal que el castrismo libró con el comunismo ortodoxo, que se hizo declarado durante la Conferencia de la OLAS celebrada en La Habana del 31 de julio al 10 de agosto 1967, en cuyo transcurso se libraron agrios debates sobre el papel revolucionario del campesinado y el proletariado, el control político de la lucha armada por parte de los partidos comunistas y la adecuación de la agresividad revolucionaria a ultranza a la realidad política del subcontinente.
De hecho, tras el fracaso de la expedición de Guevara, los teóricos comunistas ortodoxos latinoamericanos, nada proclives a aventuras revolucionarias en ese momento de coexistencia pacífica, comenzaron a atacar sistemáticamente la estrategia «foquista» por su subjetivismo, glorificación del guerrillero y falta de sintonía con las luchas urbanas8. Con todo, hasta los años 1969-70 los cubanos prestaron auxilio más o menos indiscriminado a los movimientos guerrilleros y terroristas latinoamericanos, aunque desde entonces su apoyo se hizo más selectivo, sobre todo por presión de la URSS, que retiró el respaldo directo a los grupos insurgentes a partir de la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) celebrada en Helsinki en 1975, persuadida de que la oleada revolucionaria de los sesenta ya había pasado.
La falta de realismo de la estrategia «foquista», al no tomar en consideración las especificidades sociales y políticas de cada país, explicó los reiterados fracasos de las guerrillas latinoamericanas de esa época, y su deriva hacia actividades terroristas y bandoleriles cuando se inició la fase de declive del movimiento de protesta revolucionaria a fines de los sesenta.
Se planteó entonces una táctica de lucha revolucionaria que podía aplicarse a cualquier país sin tener en cuenta las condiciones sociales, políticas o económicas: la guerrilla urbana en el sur del continente como desencadenante de una espiral de represión-resistencia armada que llevase a la insurrección popular y luego a la revolución. El traslado de la guerra subversiva a las ciudades estuvo motivado, no sólo por el discreto apoyo campesino a los experimentos de subversión del ámbito rural, sino también por el deseo de aprovechar las nuevas condiciones conflictivas que parecían surgir del asombroso crecimiento urbano motivado por el gran crecimiento del flujo migratorio, amén de la agudización los desequilibrios económicos y sociales que experimentaron las frágiles democracias latinoamericanas, sumidas a fines de los sesenta e inicios de los setenta en proyectos desarrollistas basados en un industrialismo acelerado.
El origen de la guerrilla urbana, sobre todo en la vertiente oriental del cono Sur, también está vinculada a factores tan diversos como la aparición de regímenes militares en Brasil (1964), Argentina (1966) o la restricción de libertades civiles en Uruguay a partir de 1965; a la crisis económica que se abatió sobre las clases medias bajas radicalizadas, o al impacto de la revolución cubana ampliado por los fracasos históricos de la izquierda tradicional en la arena política convencional, que fueron el caldo de cultivo de la ruptura sufrida por los partidos comunistas ortodoxos y de una agitación estudiantil de donde brotaría la nueva generación de grupos armados abocados a la guerrilla urbana.
Ésta se diferencia del terrorismo en que es más discriminada y previsible en su empleo de la violencia, tiene la intención es crear «zonas liberadas» cada vez más amplias y concibe su lucha como una etapa integrada dentro en una estrategia global de guerra civil, por muy utópica que ésta sea, con el fin de impulsar a medio plazo una insurrección armada que le otorgue la victoria política.
Los diversos grupos revolucionarios que practicaron la guerrilla en las grandes ciudades latinoamericanas (Montoneros peronistas y Ejército Revolucionario del Pueblo trotskista-guevarista en Argentina en 1969-1980, Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros en Uruguay en 1962-1973, Movimiento de Izquierda Revolucionaria venezolano en 1961-63 y chileno en 1965-1997 o Acão Libertadora Nacional y Vanguardia Popular Revolucionaria en el triángulo São Paulo-Río-Belo Horizonte en 1968-1972) desplegaron cuatro tipos de acción subversiva: psicológica (propaganda armada), acción de masas, combate ocasional de guerrilla y operaciones terroristas, movidos por la infundada certidumbre de la debilidad del Estado.
Pero la carencia de un apoyo popular organizado, debido al carácter clandestino y muy minoritario de estos movimientos armados, condujo al reconocimiento de que la guerrilla urbana constituía una táctica desestabilizadora, pero en absoluto decisoria. De hecho, se seguía considerando la guerrilla urbana como una táctica de transición hasta la consolidación de un foco guerrillero, pero en ningún caso la acción armada en las ciudades desembocó en una fase duradera de guerrilla rural.
En vez de constituir el desencadenante de una espiral de represión-resistencia armada que llevase a la insurrección generalizada, la estrategia guerrillera no condujo por sí misma al asalto del gobierno, sino que provocó cambios políticos perversos, casi siempre en la dirección de una regresión democrática.
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